Sostengo la nota entre mis manos, la tinta aún está fresca: “En la vida, el de arriba le da a cada persona las dificultades que pueda ser capaz de manejar.”
Agradezco la confianza que me tiene el Señor, pero no me siento digno de ella. No soy lo suficientemente fuerte. Muchos pensarán que me falta el coraje. Pero esto realmente me supera.
Pido clemencia. Pero ya es tarde para cualquier oración.
Me apoyo meditabundo contra el marco de la puerta aún abierta y exhalo el aire con fuerza. Se me bajan los hombros sin querer. Odio quedar metido en estas situaciones. Ahora se me plantea un dilema moral, personal, religioso.
Empiezo a dudar de mí y de mi benevolencia. El gusanito de la razón me aconsejaría dar un portazo y dejar las cosas como están. El hecho de ser tan creyente debería sostenerme, animarme. Pero creo que, en realidad, en estos momentos, me juega en contra.
Una voz interior me devuelve el espíritu y me empuja a intentarlo. Por suerte siempre encuentro esa vocecita en los momentos de duda.
Me agarro de ella.
Voy a hacer el esfuerzo. Mi voluntad crece. La fe me ayuda. Puedo lograrlo.
Llego transpirado, jadeando y con los músculos en llamas hasta el piso de arriba. Pateo la puerta del señor para hacerle saber que cumplí mi cometido. Sale con cara de poker y se hace el sorprendido, como si el tarado no supiera que le dejaron el lavarropas nuevo en el piso equivocado.
Me mató ese final jaja
¡Muy bueno!, final inimaginado